San Cristóbal de La Laguna, esta vetusta ciudad canaria, de noble ejecutoria y aristocrática tradición, ceífbra en estos monentos las tan famosas fiestas de su Cristo.

A la hora en que esto escribo hállese la vieja Aguere colgada e iluminada; los balcones y ventanas están señalados en el aire por filas de bombillas eléctricas.

Hay casas que no presentan ningún adorno, y parecen frías y tristes en relación con las otras tan gayas, tan vivas de color, con el predominio da la bandera española y con las rojas flores y les verdes ramas.

Los festejos tienen un motivo que constituye todo su interés, un motivo siempre viejo y siempre nuevo que compendia toda la humanidad. La insania de la Cruz obtiene, una vez más, su consagración temporal y se impone al mundo confirmando su categoría entre los grandes hechos consumados e irrevocables. ¡Y qué magnitud la de ese hecho ¡Qué asombro cada vez que la inteligencia humana substrayéndose a la acción enervadora del hábito y la rutina, lo considera a la luz de la eternidad y más dodavía a la del tiempo y la razón!

Más de quince siglos van transcurridos desde el edito de Milán; y, desde entonces, la idea cristiana ha informado al mundo, por intermedio de la porción mas elevada y escogida de la humanidad, y ha modelado la vida y la conciencia. La iglesia cristianizó el mundo romano y civilizó el mundo bárbaro, y cuando tuvo conseguida esa obra pudo decirse que apareció sobre la tierra un fenómeno hasta entonces desconocido; el de la universalidad, el de una relación íntima, cordial e intensa entre los hombres como tales hombres y a través de todas las fronteras, contra el nacionalismo cerrado de todas antiguas civilizaciones y todos los antiguos cultos, que eran también esencialmente nacionales y que se extinguían alli donde terminaba el territorio y enmudecía la lengua, Bicristianismo ha sido la inspiración constante de esos quince siglos y en torno de él ha girado la historia, bien como afirmación, bien como negación o rebeldía pasajera. Su influjo se ha extendido a todos los pueblos y ha alentado a todas las creencias artísitcas; con su calor reblandeció el alma de las nacionalidades modernas, empiezan a dibujerse desde el siglo V y encendió los nuevos idiomas, que se multiplican como para cantar en todos los tonos y todos los acentos la gloria del Señor.

Si abrimos los anales desde 313 hasta 1789, veremos que el principio cristiano es la semilla, la levadura, o, si tanto se quiere, el reactivo de toda hazaña y de toda empresa grande. La espada está a su servido como lo están la pluma y el compás y el cincel. Si registramos las bibliotecas, veremos que es la sustancia y aumento mayor de las letras, de la filosofía, de la actividad mental; si entramos en los museos nos parecerán la pintura y la estatuaria el feudo de la religión, el comentario plástico v viviente de sus vicisitudes, la proyección visíbles de su magnitud y triunfo; si discurrimos por las ciudadas más famosas nunca nos abandonará la sombra augusta de sus monumentos de sus catedrales, de sus abadías, de sus fundaciones, de sus hospitales, de sus escuelas, de sus monasterios, y a su lado parecerá insignificante y mezquino cuanto pudieron levantar y construir todas las demás instituciones, ideas y potestades juntas. En suma, si se borrara de la historia y de la realidad, de la literatura y de la vida, de la conciencia del hombre y del plano de las urbes y los pueblos cuanto dejó en ellas el impulso divino y fecundo de la fe y cuanto viene bañado por la luz purísima del Evangelio, le mutilación habría de asombrarnos y el mundo nos parecería un desierto.

Manuel R. de Acuña.

Septiembre de 1922.