NADIE la ha referido... y nos requema un confuso deseo de conocer como los laguneros de entonces, vieron la llegada de la imagen de su Cristo, a la ciudad que estaba naciendo. Hay que acercarse imaginativamente a la población, pequeña aún, que se encerraba en los límites de un triángulo irregular, señalado por los cimientos de la iglesia madre en construcción, que fue al principio cañizo enramado, y va a las casas que serán luego convento de dominicos y al otro convento de franciscanos, en el que Alonso de Lugo depositara la escultura, acerca de cuya llegada a La Laguna, aún no nos hemos puestos de acuerdo. Por arriba hacia los llanos, la gran chara, que ha de dar apelativo al poblado, de la que Pedro Agustín del Castillo, dirá en los años medios del siglo XVIII, «que se forma de las aguas que ocurren al invierno de unas montañas, cuyas márgenes están pobladas de arboledas y eran diversión de las noche de verano, la muchedumbre de pájaros y aves peludosas y nocturnas que allí se hallaban».

Hubo algo precipitado, un quehacer imparable, un movimiento constante en el afán de levantar edificios que formaran la futura ciudad. Torriani, que escribió casi al filo del nacimiento, dirá que dos edificios son bajos y melancólicos»; los padrones o «tazmias» nos indicarán los nombres de las calles y quienes vivían en ellas . 

Aceptamos porque lo vemos ahora, el cálculo cuadriculador de su trazado, desde la de Fagundo a la de los Herradores, en un sentido, y al otro la del Remojo, al borde del lago a la del Agua, parada ante el barranco de la Carnicería... Dos, tres mil habitantes (en 1552 serán cinco mil trescientos y en 1561 siete mil doscientos, que aumentarán hasta los cerca de ocho mil de 1750), son los afanados obreros de este hormigal inquieto.

Alguien dijo de América, oue «Tudo era novo, no novo Mundo», lo que no es del todo cierto. Mas nuevas eran las Islas Canarias. En América se encontraron culturas sobresalientes con grandes edificaciones, como en Europa; los templos o «teocallis» de México son sus catedrales. Los incas hacia el sur y los mayas y los mexicas por el centro, eran sabios; escribían, conocían la Astronomía y las Matemáticas... Más cultos que los guanches, lo que no supone que fueran mejores; su religión tenía ritos manchados de la sangre de innumerables sacrificios; fueron crueles y guerreros. Los guanches poseían una sabiduría natural, ética y bondadosa, que los hizo raza privilegiada, y el jardín de las Hespérides, donde vivían felices, fue su adecuado asiento. 

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En 1496 nació de la nada, la que hoy es Muy Noble, Fiel, Leal y de Ilustre Historia, Ciudad de San Cristóbal de La Laguna. En el principio fueron los campos, las montañas y el agua. Después de las paces de Los Realejos, comenzó la involución, la transformación, la conjunción de lo guanche con lo hispano. Las maderas de los bosques sirvieron para las «casas melancólicas», (lo que no significaba que la ciudad fuera triste); las piedras de las montañas, se convirtieron en sillares de los templos y sus torres; el agua la trajeron por canales de madera sostenidos por aspas. Se marcaron las vías; se arrancó la maleza, salvando barranqueras y allanando montecillos. El Cabildo de Tenerife, hombres con defectos, como todos pero también con 
entusiasmos, se afanó en dictar diversas ordenanzas, sobre maderas, cabras, bodegones, cerdos, fiestas, vallados, aguas... El Adelantado fue repartiendo campos y huertas en sus datas, las dadas, y la mejor suya fue la que regaló a La Laguna, cuando dio, a los laguneros, y no a nadie más, una imagen de Cristo en la cruz. 

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La trajeron ángeles o mercaderes, seres celestiales o pecadores. Desde 1496 cuando nacía la población, hasta 1520 en que se ha convenido que llegó la escultura, hay veinticinco años, pero aún hay más; muchos años con muchos huecos, hasta 1613, casi un siglo, cuando el P. Luis de Quirós dé noticias en el «Breve Sumario de los Milagros que el Santo Crucificado...» librito que es realmente la fe de vida de una devoción. Vino la escultura, aún en los años iniciales de una vorágine constructiva. La recibió Añazo, en los bordes de la mar atlante, pero su destino estaba aquí arriba. Nuestra ignorancia es completa; ni siquiera sabemos cómo era el camino por norme se suma. Sabemos que en 1785 era aún una corta vereda por la que no cabían coches de cuatro ruedas... Treparon pues entre riscos y cortaduras los portadores y llegaron a las primeras casas. Por la plaza (en 1520 no había más que una plaza en La Laguna) entraron en la calle, un barrizal de calle, por las cruces de San Andrés, que traían agua... Corrió la noticia entre los vecinos... «Ya ha llegado... ya está aquí...». Pienso con la deliciosa sensación de que estoy caminando por emotivos campos inseguros, que de repente, se organizó una comitiva, una procesión, un «procedamus in pace»... ¿Había ya en La Laguna, esas viejecitas que acompañan ahora a Jesús crucificado, llevando un cirio envuelto en un cucurucho de papel y musitando padrenuestros? La ciudad era joven... Si no las hubo, sí que había mujeres hechas y mozas nuevas, savia de la tierra en siembra de hombres... Ellas y ellos se unieron a los que llevaban la imagen. Fue, quiero pensar que fue, bajo un silencio devoto y asombrado, bajo una sostenida ternura, el primer paseo triunfal del Cristo lagunero...