La gran tragedia del mundo es que no cultiva la memoria
y por tanto olvida a los maestros.
Martin Heidegger

Como un mar alrededor de la soleada isla de la vida,
la muerte canta noche y día su canción sin fin.
Rabindranath Tagore

El pensamiento es, ante todo, su nostalgia
Albert Camus

Queremos comenzar por la memoria viva de un hombre desde sus primeros pasos, donde ésta se convierte en historia y literatura que echa sus raíces en una nueva vida, como las de un tilo, un laurel, un pino o una palmera; esos árboles que nacieron espontáneamente al borde de un lago, formado por las aguas que bajan del monte o de las cumbres hasta la llanura y la vega, para crear el abrevadero de los animales. Los años, los decretos, los soldados y los campesinos constituyeron la población, bajo el patrocinio de los santos y los arcángeles: San Cristóbal y San Miguel de las Victorias. Desde el momento en que decidí quedarme en La Laguna para siempre, yo diría que mi vida ha sido, como escribe Helvecio, la historia y la novela de mis sentimientos. Aquí he trabajado, he amado y he sufrido, haciendo literatura de mi felicidad y de mis desdichas. Creo, al final de mi vida, que elegí bien al quedarme en La Laguna para vivir y para morir. Desde el Camino Largo oigo el palpitar lejano de la vida de la ciudad y, a veces, las campa-nas de la Concepción, bajo ese cielo azul o nublado, mientras murmura el viento entre las palmeras y los eucaliptos y cantan los mirlos en los jardines al amanecer y los grillos en las noches de luna, y cuando apenas llueve escucho una misteriosa voz que dice: "Nunca más, nunca más". 


LA PRIMERA EXCURSIÓN A LA LAGUNA

En 1926, mis padres y sus cuatro hijos: Antonio, Sebastián, Rosa y Víctor, hicimos un viaje a la península en un barco de la Transmediterránea. Como tocaba en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, subimos a La Laguna, no recuerdo si en taxi o en tranvía, a ver a la familia de la tía Elvira, en la casa que tenía en la calle de San Agustín, frente justa-mente al viejo Instituto de Canarias, dirigido en aquel entonces por otro pariente de los Pinto, el catedrático de Ciencias don Agustín Cabrera Díaz. En torno a doña Lola Pinto acudían sus hermanos y sobrinos: don Pedro Pinto de la Rosa, don Tomás Sánchez Pinto —el médico de la familia— y su mujer; también doña Mercedes, casada con don Hipólito Fumagallo, con sus dos pequeños hijos, de nuestra época: Paco y Felipe, etc; esta mansión o casa tenía unos largos corredores, los patios con enredaderas, salones familiares con los viejos pianos de cola, el espejo solemne y los retratos de los antepasados, no sé ahora si sueño o realidad. 

Los PRIMEROS EXÁMENES EN LA LAGUNA EN LOS UMBRALES DE LA TRAGEDIA (1936-1937)

La segunda vez que vine a La Laguna fue con motivo de los exámenes de Reválida, que teníamos que hacer los estudiantes del último curso de Bachillerato, ya que eran necesarios para obtener el título ante un tribunal formado por dos profesores de la Universidad, si queríamos entrar en ésta. Me hospedé con mis padres en el antiguo Hotel Aguere, venerable mansión con patio de mármol donde se había preparado el comedor y un rincón con sofás y sillas para las tertulias después de las comidas. En el primer piso estaban las habitaciones para los huéspedes, sin servicio de baños; no tenían nada más que una jofaina y una palangana de porcelana o de pisa. Este local iba a ser el lugar o punto de partida del conocimiento de la ciudad, del que hablaré más tarde como centro de mis actividades sociales, lecturas y meditaciones en solitario. De momento, estando todavía mis padres en la ciudad, me dio un fulminante ataque de apendicitis, tal como lo diagnosticó don Tomás, el citado médico de la familia de los Pinto, después de conocer el resultado del análisis de sangre; sin embargo, prudentemente, esperó la llegada del siguiente día para hacerme otra prueba sanguínea antes de ser internado en una clínica para operarme. El segundo análisis demostró que los leucocitos se habían reducido a lo normal. Nos marchamos a Gran Canaria con la papeleta de aprobado en el bolsillo, después de dar un paseo por Santa Cruz y la vega lagunera, con la esperanza de volver pronto a ver brotar los verodes en los tejados de las casas y las hierbas en el empedrado de sus calles. 

MIS ANDANZAS LITERARIAS ENTRE LA GUERRA Y LA SOLEDAD (1937-1938)

Al estallar la contienda incivil entre los rojos y los azules, la Universidad cerró sus puertas sine die. Para que no se olvidara su existencia, don José Escobedo, su primer rector, organizó unos cursos de Enseñanzas Generales, donde se estudiaba Historia de Canarias, Biología, Química, Derecho Administrativo y Política, y a mi padre se le ocurrió, ya que nada tenía que hacer en Las Palmas, enviarme a La Laguna para que al menos no perdiese el hábito de estudio y aprovechara el tiempo de alguna manera. Entonces me fui con mi maleta, mis libros y papeles, para seguir escribiendo mis impresiones de lecturas, inspiradas en las enseñanzas de Agustín Espinosa, enfermo de una úlcera duodenal y aparta-do por la fuerza de su cátedra de Literatura. Y me retiré a mi convento hotelero de Aguere, donde tenía cama y comida por la enorme cantidad, para aquella época, de cinco pesetas diarias.

Fue ésta una época apacible y activa: de lecturas solitarias, amistades femeninas y estudios generales y desordenados. También hice mis peninos editoriales. Así, por encargo de él mismo, estuve al cuidado de la publicación de un opúsculo de mi hermano Antonio, que llevaba un título un tanto extraño: Geoestática y Geohistoria, donde mezclaba la filosofía, la literatura, la geografía, la geología y la historia. Yo, por mi parte, con el dinero que había ahorrado, de lo que mi padre me enviaba para la merienda, publiqué una colección de artículos, de ensayos y hasta de poemas, bajo la enseñanza de mi maestro Agustín Espinosa, que titulé ¡Centuria!, a semejanza de lo que había publicado en el periódico Falange de Las Palmas, y que se editó en los talleres de don Narciso de Vera, luego alcalde de La Laguna, que tenía su imprenta-librería en la calle de Herradores. Tanto de uno como de otro se vendieron muy pocos ejemplares. La única satisfacción que tuve fue una reseña literaria que publicó Espinosa, poco antes de morir, que tituló Madurez precoz (1938).

Una vez matriculado en las Enseñanzas Generales organizadas por la Universidad, clausurada, repito, durante la guerra, empecé a asistir a algunas de las conferencias, como las de don Elías Serra Ráfols sobre Historia de Canarias, las de don José Peraza de Ayala sobre Derecho Administativo y, sobre todo, acudía al laboratorio de don Jesús Maynar, que nos enseñaba a usar el microscopio; pero lo que más me atraía eran sus charlas sobre filosofía, especialmente las de un autor alemán, Max Scheler, traducido y editado en Espasa Calpe bajo la dirección de Ortega y Gasset. Todavía conservo sus obras: El resentimiento de la moral (1938), y El puesto del hombre en el Cosmos (1936). De aquel momento guardo algunos apuntes o borradores, donde me preguntaba, por ejemplo: "¿Cómo podemos averiguar la verdad si, según Scheler, lo que percibimos es 'un vacío del corazón'?..." Y terminaba: "El problema está en conciliar la verdad con la realidad, el hombre con el Cosmos". 

MIS PRIMERAS IMPRESIONES LITERARIAS DE LA LAGUNA (1938-1948)

Como muestra de las primeras impresiones de un canario en La Laguna, mostraré unos textos, que pueden ser expresión de mi visión paisajística, monumental y artística, costumbrista y de la vida cotidiana de la ciudad de los Adelantados de Canarias. Casi todas estas impresiones tomaron cuerpo en una serie de artículos, que fueron publicados en un periódico de Lanzarote, titulado Pronósticos, que dirigía el escritor Leandro Perdomo, pero mucho más tarde de cuando fueron escritos; es decir, cuando yo estudiaba la carrera de Filosofía y Letras, en su especialidad de Filología Románica, en la antigua casa de Lercaro.

A estos artículos o cuadros laguneros les di el título genérico de Retablo canario, pensando sin duda en que tendrían una continuación en otras impresiones de mis futuras visitas y visiones de las otras islas de nuestro archipiélago, que no conocía sino de nombre. He seleccionado algunos de estos pasajes y paisajes para ofrecérselos a nuestros lectores actuales, por orden cronológico de su publicación. De este modo, el primero —parecía obligado que así fuera— estaba dedicado al célebre Cristo de La Laguna, acaso la imagen y el símbolo más venerado por los laguneros, donde, además de tratar la impresionante visión que se siente al contemplarlo la primera vez, hacía un paralelismo entre las fuer-zas espirituales que representan los frailes y el poder militar que en aquel momento gobernaba el país. 

EL CRISTO DE LA LAGUNA

El convento aislado y silencioso de otros tiempos está hoy dividido entre mínimos y seráficos franciscanos y los anodinos kakis de los soldados de un regimiento de artillería: la milicia de Dios y la de los hombres que limitan la ciudad por el norte.

En el viejo patio empedrado resuenan los cascos impacientes de los caballos y el seco golpear de las culatas de los mosquetones. Unos mustios tilos guardan las garitas de madera tras de la verja conventual. En el fondo está, como encarcelada, la iglesia del Cristo milagrero, pequeña y humilde.

Allá adentro, como en una vieja estampa de un misal antiguo, está el Cristo de La Laguna. Es escuálido, magro y reseco, como torneado en una hoguera; tiene el rostro negro, inclinado sobre el hombro derecho, oscuro y oculto entre las sombras. Muerto en la última hora de la agonía, contraída la boca en una mueca de hondo dolor; no de dolor de carne martirizada, sino de un dolor de siglos y de eternidad que parece caer y oprimirle sus hombros de adolescente tuberculoso. Todo su cuerpo largo está pegado a la cruz como una brasa consumida en el fuego. En el último estremecimiento se le han quedado clavadas las costillas en el pecho y en el vientre que se hunde, casi transparente, de penitencia y de ansias, estampado y con-vulso en la cruz. Las piernas absurdamente flacas se han quedado retorcidas en las contorsiones del tétano que avanzaba ya lentamente por el cuerpo...

Extraña y terrible imagen de Dios, angustiosa y deleitante concepción de los imagineros del siglo XVI, que no se parece a ninguna otra, que es tan grotesca y sublime que da ganas de reír y de sollozar, de blasfemar y de rezar en una danza macabra del dolor y de la muerte.

En la silenciosa consunción de los cirios penitentes y de los días siempre iguales, rezan en un murmullo apagado las viejas beatas enlutadas.

Un fraile medita en su reclinatorio, con un viejo breviario entre las manos. Cerca del altar, atestando las rojas paredes de la capilla, se expone un lúgubre museo de anatomía en figuras de cera, donde se relatan múltiples historias de fe y de milagros.

Afuera, cortando el cielo azul y libre, vibra con sonora estridencia la corneta guerrera y junto a las jambas de las puertas claustrales aún vigilan los soldados que mandó Poncio Pilato a guardar el sepulcro de Cristo. (Pronósticos, A, III, Arrecife, 30, I, 1948, n°107)

El artículo que a continuación reproducimos está también dentro del tema anterior; es decir, el espíritu religioso de la vieja ciudad. Consta éste de dos partes: Ia, sobre la descripción de la solemne arquitectura del aspecto exterior del convento y de la iglesia adherida a aquél; y IIª, sobre la vida cotidiana y espiritual de las religiosas catalinas, habitantes del convento durante siglos. En el primero se destacan las características del edificio que abarca toda una cuadra o manzana del trazado primitivo de La Laguna, destacándose el alto mirador que domina la antigua plaza fundacional de la ciudad, y bajo la bóveda se levanta el altar mayor, en el que se exhiben originales figuras que dejaron los avatares históricos y los artistas barrocos. En la segunda parte podemos evocar la monótona vida de las monjas, donde se destaca la muerte de una de las madres, y el ambiente fúnebre que se desliza entre ceremonias religiosas, entre rezos y meditaciones sobre la brevedad de la vida y las tentaciones del maligno.

EL CONVENTO DE LAS CATALINAS

En un ángulo de la Plaza del Adelantado, antiguo señor omnipotente, está el convento, gris, enorme, como una vieja fortaleza. Unos altos muros desiguales coronados por viejísimas tejas ya carcomidas y llenas de verodes y musgos, separan aquel trozo del mundo angélico de nuestro pobre mundo calamitoso y demoníaco. Bajo la alba capa de cal aun se nota, a trechos, el viejo muro de porte rígido y severo, y en los soportales se dibuja el arco ligeramente ojival de las postrimerías del cuatrocientos.

Toda su arquitectura es áspera, fría, implacable como una cárcel de almas enclaustradas, sin historia y sin vida; donde las horas y los siglos se miden por igual.

Volcados desde lo alto sobre la plaza se ven los nidos de los miradores, con sus celosías, tras las que se presiente el tímido rumor de las blancas tocas y los suspiros que se escapan con los avemarías casi tan prístinos como los gabriélicos anuncios.

Al entrar en la espaciosa capilla del convento se respira la atmósfera místico-heróica de los frailes misioneros, de los trofeos de las bárbaras guerras, de los exvotos de los tercios conquistadores, todo rendido ante el retablo mayor que vibra en sus volutas como una oración petrificada, moldeadas por manos de antiguos alarifes.

En las cornisas se ven borrosas pinturas de hieráticas figuras de canes —en recuerdo a la expedición del rey Juba— portando antorchas entre los colmillos, como mitológicos heraldos. En otros frescos se ven indios inmóviles cual budas ventrudos, recuerdos de las laguneras hazañas en las doradas Américas de antaño. Más allá vuelan águilas y halcones: enseñas heráldicas que recuerdan el poderío de otros tiempos.

Frente al altar mayor, en el fondo de la capilla está la verja que separa a las perpetuamente enclaustradas del mundo exterior. A través de ella se divisa, en la semipenumbra, una baja habitación con techadas vigas de roble.

Esta mañana todo es silencio. Hace frío y fuera llovizna un poco. La campana de la capilla ha tocado a muerto muy temprano.

Tras las rejas las monjas velan el cadáver. Es una de ellas que ha detenido su corto vuelo de llama que se extingue dulcemente consumida en una amor divino de ultratumba.

Se oyen unos pasos rítmicos y duros que bajan una escalera. Es el cura zanquilargo que acaba de sahumar con réquiemnes a la muerte. Las monjas siguen rezando. Y la fenecida en el tránsito, inmóvil y silenciosa, parece que quiere contestar los padrenuestros y los avemarías que corren, van y vienen como remolinos en agua fresca; pero ella misma es sólo una oración dolorida que reencuentra su antiguo mundo.

Ellas tienen la intuición de que son las madres, las esposas del tiempo infinito, eterno, como su Dios. Ellas son siempre las mismas, las que velaron el cuerpo de Cristo, las que vinieron con los obispos conquistadores a las islas, las que estarán ahí rezando, rezando hasta el Juicio Supremo. (Pronósticos, A, III, Arrecife, 30, I, 1948, n°107) 

Así como los textos anteriores se referían tanto a los signos exteriores como interiores de la espiritualidad religiosa lagunera, vamos a terminar estos retazos de memoria con unos breves cuadros referidos a la vida cotidiana de los habitantes marginados o de rincones o parajes del entorno de la ciudad; aunque menos atractivos que los anteriores, no son menos significativos sobre nuestra visión de la ciudad de Aguere y su vega. Así, el primero trata de una fugaz escena que nos presenta a una desafortunada señora que vaga por las calles, apretando un voluminoso paquete bajo el brazo y esperando, inútilmente, a su hijo que se ha quedado atrás para siempre, arrastrado por la corriente imparable de la existencia cotidiana. 

LA SEÑORA LOCA

En mis solitarios paseos por las avenidas de palmeras, por las carreteras y por las calles de la ciudad, me he encontrado algunas mañanas a una señora ya de edad, fiaca y seca, pero de erguido porte, vestida con un largo traje estrecho y negro, recogidos los cabellos con una redecilla, y llevando siempre debajo del brazo, apretado contra sí, un bolso negro, bien repleto de no sé qué cosas. 

La primera vez que la vi, vagaba mi pensamiento tranquilo por la suave calma soleada de un mediodía abrileño, y me extrañó que a cada paso se volviera a mirar hacia atrás, como esperando por alguien y murmurando unas palabras ininteligibles. Pero no hice mucho caso de ello.

Luego me dijeron que se había vuelto loca de un disgusto en su familia; creo que la muerte de su solo hijo, pequeño aún. No recuerdo bien.

Hoy me la encontré de nuevo en una calle, y me detuve a observarla sin que se diera cuenta, y la vi pasar despacio, apretando siempre su bolso negro, y oí perfectamente que decía: —"...Siempre se queda atrás... siempre se queda atrás"... Y la calle larga, estrecha, aparecía muda y desierta como la ilusión de la loca, que sigue esperando siempre a ése que se ha quedado tan atrás y tan lejos de ella, tan lejos que ya no la oye y que no puede alcanzarla jamás... (Pronósticos, III, 23; I, 1948, n°106) 

Mas tarde he leído un precioso libro del poeta Luis Feria, titulado Dinde (niño) (1983), donde se encuentra un corto relato que lleva el título Lorenza. ¿Es el nombre de aquella pordiosera, que no vivía en este mundo, y que sufría los abusos de los jóvenes desaprensivos, que terminaron dejándola embarazada? Veamos un párrafo de este bello relato, que demuestra que Feria no fue sólo una gran poeta sino también un gran prosista.

Subíamos un recuesto, y allá en lo alto andaba Lorenza, con los vestidos mugrientos y haraposos, un sombrero de hombre atravesado de agujeros y suciedades, y fumando interminablemente su cachimba. Por la espiral del humo se iba directa al limbo, sumida en desconocidas meditaciones, en cábalas que sólo ella conocía. (Dinde, Editorial Bruguera S.A., Barcelona, 1983, pág. 79) 

Termino estos textos con uno que es representativo de La Laguna y que tiene un especial significado para la memoria de mi vida. Porque después de 50 años vuelvo a retornar al paraje que aquí evoco, como si cerrara un ciclo entre el joven que sintió y vivió aquel lugar y que es el mismo espíritu en el cuerpo de un anciano que vuelve a evocarlo desde el mismo sitio, donde el destino y la providencia le ataron para siempre. ¿Fue aquello la memoria del futuro que soñaba, o fue un pensamiento fugaz que dejó fijado en mi memoria para siempre el paraje sencillo de aquellas pobres mujeres, del niño y del cochecito que vi un momento tras las tapias de un viejo solar a la sombra de las palmeras? 

DESDE EL PASEO LARGO

¿Qué atracción misteriosa tienen aquí estos huertos encerrados junto a las casas y los hotelitos?

¡Con qué alegría y curiosidad me asomo por encima de las vallas o por entre las puertas rotas, para alcanzar a ver un almendro, una palmera, un rincón abandonado, un cochecito de juguete olvidado por un niño...! Cualquier cosa que veo allí me encanta y me trae una multitud de recuerdos... ¿Por qué?

Desde este paseo, sentado en un banco, de estos tan gentilmente donados a nosotros los paseantes, que imitan troncos de árboles, veo uno de esos huertos descubiertos a todo el mundo... Pero que sin necesidad de tapias está oculto para todos; sin embargo, yo lo veo. Los almendros empiezan a florecer; un gorrioncillo anuncia la llegada de la primavera que viene galopando desde lejos sobre las nubes. En todas las cosas hay alegría, hasta en el silbido de ese muchacho que pasa por el camino. También veo al fondo del huerto, junto al brocal del pozo seco y derruido, dos mujeres vestidas de negros refajos y tocadas con el gracioso sombrero a medio pelo. Cosen unas ropas. En el suelo se arras-tra un niño por la hierba, y más allá un gato se des-pereza largamente...

Yo miro, inmóvil. De pronto pasa ante mí algo misterioso que envuelve aquel paisaje, y todo se queda detenido en el tiempo, pintado hondamente y grabado en mi conciencia con todos sus colores y su música sin cuerdas, que me canta al oído...

¿Por qué amo tanto estos paisajes? Preguntadlo al viento, a los almendros, a las tapias, a las puertas cerradas, y lo comprenderéis. (Pronósticos, III, 27, II, 1948, n°110) 

APUNTES PARA LA HISTORIA DE LA LAGUNA FUNDACIONAL 

Cuando el barón de Humboldt quiere describir en las memorias de sus viajes el acierto de la situación de la ciudad de La Laguna, dice así: "El fresco perpetuo que se encuentra en La Laguna es el que hace mirar en las Canarias como una mansión deliciosa, situada en una pequeña llanura, rodeada de jardines, dominada por una colina coronada por un bosque de laureles, de mirtos y de madroños". Pero esto, que fue escrito a principios del siglo XIX, era también la descripción del clima y del ambiente a finales del siglo XV, cuando se fundó la villa de La Laguna el 9 de julio de 1497 en un pequeño altozano (donde hoy está situada la iglesia matriz de la Concepción) al borde de un lago, delicia de las aves migratorias, que tomaban aquí su descanso en su vuelo hacia Europa o hacia África. 

Historiadores, topógrafos y poetas han señalado con mayor o menor acierto la situación de La Laguna, con sus pintorescas o idealizadas descripciones del lago, a cuyas márgenes el Adelantado don Alonso Fernández de Lugo mandó trazar a principios del siglo XVI, a cordel, las calles, según la estructura de una ciudad castellana –la primera del Archipiélago–, la ciudad de San Cristóbal de La Laguna y San Miguel de las Victorias. He aquí cómo la describe fray Juan de Abreu Galindo, entre 1592 y 1602, es decir, poco después de Torriani y antes de Antonio de Viana: En el año 1497, en que le dieron los Reyes Católicos a don Alonso el nombramiento de gobernador de las islas de La Palma y Tenerife, se sitúa a La Laguna como cabeza de la isla, asentada en un llano lo más alto de la isla, excepto el Pico del Teide. De cualquier parte que vayan a la ciudad van subiendo. Es pueblo de mil vecinos (que aumenta a cinco mil a principios del s. XVI) y está sentada junto a una laguna de aguas llovedizas.

Antonio de Viana, en su poema escrito en 1604, nos presenta a través del mito de la princesa Dácil una descripción, lúcida e idílica, en endecasílabos, del marco bucólico donde se iban a trazar las calles de la ciudad del Adelantado, manifestándose igual que el historiador Abreu y Galindo en su visión de la laguna formada por las aguas corrientes:

Dácil estaba cerca en una fuente,
que tiene en sí la falda de una sierra,
cuyas vertientes claras descendiendo
llevaba al lago un bullicioso arroyo,
y era el espeso bosque tan cerrado,
que no se divisaba en él la gente.

Apunta también Viana la descripción de La Laguna como asiento y parada de múltiples aves, como en las descripciones de los siglos XVII y XVIII, realizadas por los monjes que venían de San Diego ahuyentando las garzas que se zambullían en el lago... ¡Oh! tiempos aquellos –exclamaba un cronista del siglo pasado– en que era la diversión de las noches de verano, las muchedumbres de pájaros y aves nocturnas, que hacían levantar las gentes a los golpes de las piedras, y los muchos halcones y jerifaltes de otras especies, que les seguían al alcance... Por eso podría escribir Viana cosas que tenían en su tiempo realidad, y adornarlas con galas de retórica renacentista sin mentir mucho, como al describir a Dácil en la laguna prehispánica: 

Oía el murmurar del claro arroyo
que desde allí tomando su principio,
bajaba al hondo y espacioso valle,
y de las aves la sonora música.

He aquí cómo describe estos parajes el doctor Cioranescu en su Guía de La Laguna (1965): toda esta zona formaba entonces un sitio muy agreste rodeado a distancia por tres barrancos con aguas permanentes o casi perennes. Hacia el este se extendía, a cierta distancia de la población, una ancha zona pantanosa, la célebre laguna en que se estancaban las aguas llovedizas, como también las de algunas fuentes no permanentes. Desde entonces, esta laguna se quedaba seca en la mayor parte de los veranos; no ha desaparecido definitivamente sino en 1837, cuando se le dio desagüe y se levantó algún tanto su fondo, por la Compañía de Ingenieros.

Mas tenía que llegar el siglo XX, con los poetas regionalistas y posneovianistas, para la completa idealización de esos parajes fundacionales de la ciudad de los Adelantados. Guillermo Perera y Álvarez recoge en su famoso romance Égloga de Dácil y Castillo todas las características apuntadas anteriormente. Así, el valle de Aguere es el valle más delicioso! que engendró naturaleza, que tiene una ¡vasta límpida laguna! en medio de fértil vega que mansamente se dilata! y en bosque espeso penetra... No faltan en esta descripción poética las aguas transparentes... azules y serenas, y tampoco las armoniosas aves! que aquella espesura pueblan. Y todo ello estaba –como era de esperar– envuelto en en tibio ambiente perfumado! de flores mil con la esencia.

Frente a las visiones idílicas de Viana, Lope de Vega y Guillermo Perera y otras más, tenemos la visión realista de los escritores del siglo XVIII, cuando la noble y leal ciudad de La Laguna era el centro intelectual del Archipiélago. Así, don José de Viera y Clavijo hace una evocación de la ciudad con alusiones burlescas en torno a las aguas que forman el lago. En una de sus estrofas dice:

Una laguna forman
aguas celestes
porque en ciudad tan llana
no son corrientes:
y en este lago
conozco mil sujetos
que están raneando.

Del siglo anterior hay unas referencias a la laguna en las Memorias del marqués de Tenebrón, que fue gobernador militar de Canarias entre 1680 y 1685. Éste relata un accidente que tuvo en su coche de caballos en la llanada donde se formaba la laguna. En efecto, como él dice: había llovido mucho y por eso el paseo estaba muy hermoso. Es una pradera muy llana todo el sitio. No se veía el piso con el agua... Llegamos a un sitio muy peligroso y del que no se guardaron (los cocheros)... Pasaron bien los caballos delanteros. Al pasar los del tronco, el caballo de mano que pisaba bellamente, se hundió repentinamente... etc. Este episodio fue considerado como un milagro por todos, ya que no se ahogaron los ocupantes del coche ni los caballos, pues no entró el agua en su interior, a pesar de tener los cristales de las ventanillas rotos.

Después, ya en nuestro tiempo, han quedado aun testimonios de los restos de la antigua laguna, pues hasta no hace muchos años había un letrero, situado cerca del cruce de una vereda y el camino de San Diego, que advertía a los viandantes la existencia de una zona pantanosa, para que no les sucediera lo que le ocurrió al marqués de Tenebrón y a más de un pastor y su rebaño, que fueron tragados por las aguas. Recuérdese también que hace apenas diez años las aguas llovedizas volvían por sus cauces a formar la vieja laguna, donde durante varios días de nuevo espejeaba el sol y sobrevolaban las aves. Y esto lo afirma quien se vio rodeado en su casa por esas aguas corrientes, pero no tan puras y cristalinas como antaño. 

CINCO SIGLOS DE HISTORIA POÉTICA DE LA LAGUNA

Recogemos en este apartado el proceso poético de lo que podría denominarse el período del neovianismo, que termina al fusionarse las dos razas: la hispánica y la guanche. Damos en primer lugar una referencia de las raíces poéticas plantadas por el propio Antonio de Viana, desde el momento en que nos describe en su famoso poema la escena fundacional de La Laguna al descubrir un soldado hispano la fuente donde se bañaba la princesa guanche y donde manaba el agua que daba al lago en cuyas márgenes se fundaría la futura capital de Nivaria.

Sin duda, los dos poetas más significativos de este período son José Tabares Bartlett (1850-1921) y Antonio Zerolo (1854-1923). El primero es más un esencial poeta lírico que el segundo, y penetró más en el espíritu y en el ambiente de La Laguna a través de sus propios sentimientos. En Antonio Zerolo destacan el espíritu épico de la conquista de Tenerife y la fundación de La Laguna. Sin embargo, ambos participaron en el concurso convocado por la Real Sociedad Económica de Amigos del País con motivo del traslado de los restos de Fernández de Lugo a la Catedral de La Laguna en 1881. El tema del concurso consistía en un Bosquejo poético de la conquista de Tenerife. Indudablemente, ambos poetas tenían un antecesor sobre esta temática en el poema Canarias de Nicolás Estévanez (1878). Veamos algunas de las estrofas más significativas del poema de Zerolo. En las estrofas IV y V el poeta canta los dos grandes ideales que fueron patrimonio del s. XVIII y movieron las revoluciones del siglo decimonónico, el progreso y la libertad. Así se expresa en la prime-ra estrofa indicada: 

Este siglo glorioso que palpita
de amor al ideal, y en cuya cumbre,
como otro sol, la libertad bendita
lanza torrentes, bienhechora lumbre.

Por este bien tan preciado han de luchar hasta la muerte los habitantes de Tenerife, la grande, y así lo proclama el poeta en la estrofa:

¡Los guanches!... ¡Oh! Cuán dura fue la suerte
de aquella estirpe generosa y brava,
progenie heróica do el cantor se advierte,
que antes quiso morir que ser esclavo.

Aquí se expresa una de las características más claras del neovianismo: la lucha entre ambos pueblos. El inevitable choque y la exaltación, por igual, de ambas razas, pues como se dice en otra estrofa: que no desea, de extintos odios remover la lava;I que si de raza conquistada vengo! de la conquistadora sangre tengo. Mas la noble resistencia de los guanches es evocada con respeto y con pena, exal-tando su valor y su lucha inútil. He aquí cómo des-cribe finalmente el tremendo encuentro entre ambos contendientes en la estrofa XVII: 

Mortal encuentro, formidable choque
estremeció la tierra codiciada
¡aún está divagando por San Roque
la sombra de Tinguaro ensangrentada!

No olvida Zerolo el mito de la fundación de La Laguna con el encuentro de Dácil, hija del mencey Bencomo, y del capitán Castillo, y como colofón final estos versos: 

Bien demostraron en el arduo empeño
ser dignas de juntarse en una sola
las almas del hispano y del isleño,
la sangre guanchinesca y la española.

Y aún mucho más tarde, el concepto de Zerolo sobre los guanches no hace más que acrecentarse, como se puede ver en este soneto escrito en 1894: 

Ya no existen los bosques seculares,
asilos de una eterna primavera,
ni vienen a tenderse en la ribera,
libres de quillas, los inquietos mares.

Ya aquí no tiene la inocencia altares,
ni su Tagoror la vejez severa,
innúmeros rebaños la pradera,
¡ay! ni la vida patriarcal hogares.

Pero sin mengua del varón preclaro
que unió su nombre al trágico suceso,
el pueblo de Bencomo y de Tinguaro,

alta la frente y el honor ileso;
en dulce posesión de bien tan caro,
sólo cayó vencido ante el progreso.

* * *
LA LAGUNA [DESPUÉS DE LA ESTACIÓN VERANIEGA] [1901]

Ya La Laguna, triste y solitaria,
vuelve a su natural recogimiento,
a ser la típica ciudad canaria
donde se reconcentra el pensamiento.

Florón el más antiguo de Nivaria,
en un valle fecundo tiene asiento;
allí crecen el pino y la araucaria,
que son las liras rústicas del viento.

Sólo el gremio escolar, que se declara
amante del bullicio y la alegría,
le presta animación con su algazara.

O se escucha la mística armonía
del órgano, al pasar por "Santa Clara"
en la tarde otoñal, lluviosa y fría.
                                           

                                             (Antonio Zerolo)

* * *

LOS VALORES ESENCIALES HISTÓRICOS DE LA CIUDAD DE SAN CRISTÓBAL DE LA LAGUNA

LA IMAGEN DEL CRISTO, SÍNTESIS DEL MISTICISMO Y DEL REALISMO ESPAÑOL DEL SIGLO XVI.

En la Fiesta de Arte celebrada en el Teatro Leal en 1967, como pórtico de las fiestas del Santísimo Cristo de La Laguna, pronuncié, como mantenedor del acto, las siguientes palabras:

Intentaré desplegar ante ustedes los tres momentos culminantes de nuestra historia, señalando su significado histórico-poético, religioso y cultural, no con los artificios de la retórica sino con toda la fuerza y elocuencia de los hechos que forman y crean los fundamentos y el sentido de nuestro pueblo.

Mito e historia, odio y amor, castellanos y guanches sobre un paisaje rudo e idílico a la vez, son el punto de partida de nuestra existencia. Cuando don Alonso Fernández de Lugo, en la primavera de 1494 estableció su campo en la cuesta que conducía al valle de Aguere y trató con Acaymo, mencey de Güímar, que lo recibió pacíficamente por ser ya salvaje "precristiano", —y habló con el mencey del Taoro, Bencomo, sin poder llegar a un acuerdo, la providencia había decretado la entrada de Tenerife en la Historia plena y la fundación de la ciudad hispánica más representativa del archipiélago canario. Pero los nuevos habitantes debieron ratificar con su esfuerzo, con su sangre y su inteligencia, la voluntad de dominio sobre los indígenas. Ahí han quedado muchos testigos lingüísticos de aquellos momentos heroicos: los nombres de Matanza y Victoria de Acentejo, Batalla de La Laguna y, confirmando esta última, el venerable testimonio de la Cruz de Piedra a la entrada de la tierra prometida para los nuevos conquistadores. Aun no transcurrido un siglo, el dominico fray Alonso de Espinosa, nos relata en prosa sencilla y humilde, pero exacta, cómo, terminada "habida esta famosa victoria con que los guanches quedaron castigados y amedrentados, el gobernador y los demás españoles que escaparon dieron gracias a Dios en un lugar donde después, por este respecto, formaron una ermita, que llamaron Nuestra Señora de Gracia..." y cómo marcharon al llano y selva donde había una laguna, y "asentaron allí su real". También el gran poeta lagunero Antonio de Viana cantó en las brillantes y elocuentes estrofas de su famoso poema "Antigüedades de las Islas Afortunadas", con exacta fidelidad histórica, esa batalla y los hermosos parajes donde Alonso de Lugo había de fundar la nueva ciudad. 

FUNDAMENTOS MÍTICO-HISTÓRICOS 

Ni al gran Lope de Vega se le escapó, a través de Viana, con su prodigiosa fecundidad y total curiosidad por lo hispano, el tema de los fundamentos mítico-históricos de la conquista de Tenerife. Así lo confirma una de sus innumerables comedias, donde se resuelve el antagonismo hispano-guanche, bordeando la historia y la leyenda, pero con la profunda realidad de toda su poesía.

En ese marco idílico, que el poeta lagunero Guillermo Perera nos presenta en un bello romance, se verifica el milagro. Es así cómo describe al héroe castellano penetrando, por vez primera, en nuestro hermoso valle:

Cruza henchido de esperanzas
la escarpada y ruda senda
que conduce a las colinas
que fiel guarda a Aguere prestan;
y desde las altas cumbres
ve con intensa sorpresa
el valle más delicioso
que engendró Naturaleza.
¡Vasta y límpida laguna
en medio de fértil vega
mansamente se dilata
y en bosque espeso penetra,
placentera retratando
madroños y mocaneras;
sus aguas son transparentes,
que las armoniosas aves
que aquella espesura pueblan,
p
arece que entre dos cielos
dichosas y alegres vuelan.

Pero las armas y el amor no fueron bastantes para completar la conquista y la paz entre los españoles e indígenas. Fue necesario el impulso del fo-midable espíritu religioso y cristiano que animaba a los conquistadores en sus empresas, que ya se había adelantado a ganar los corazones isleños desde las playas de Chimisay, antes que Alonso de Lugo lo hiciera por la de Añaza. 

* * * 

ESPÍRITU RELIGIOSO

La literatura recoge también este espíritu religioso de la conquista, y así es como el mismo Lope de Vega, con genial intuición, hace aparecer en escena al propio Arcángel San Miguel ante el mencey Bencomo, a quien le dice

Rey, yo soy el capitán
de la milicia del cielo
a quien también la del suelo
hoy los españoles dan,

y mientras nos presenta a los conquistadores en busca de tesoros escondidos, Bencomo oye la revelación que le anuncia: 

Yo aquestas islas conquisto
al Evangelio de Cristo,

dando así un ejemplo de humildad a los españoles que, al fin, encuentran un verdadero tesoro en el corazón y en la fe prehispánica de los isleños y una recompensa en el cultivo laborioso de la tierra tinerfeña del fértil valle de Aguere.

La fundación de la muy noble ciudad de La Laguna, realizada por el genio vigoroso de don Alonso Fernández de Lugo, fue como una ratificación de la conquista de toda la isla, creando así la primera ciudad genuinamente española, ya que era la única erigida sin tradición indígena. Pudieron ser varios los motivos de esta elección: la magnífica y fértil vega, lo extenso y llano del terreno, donde se podrían trazar las calles y plazas, la laguna próxima, de donde se podía suministrar agua a la nueva población, su situación central, entre las vertientes norte y sur en que siempre ha estado dividida la isla, su posición estratégica, abierta y al mismo tiempo protegida y oculta desde el mar por donde podrían venir y vinieron los futuros enemigos. He aquí cómo el fraile historiador ya citado, Alonso de Espinosa, nos cuenta la histórica fundación, tan cercana que parece vivida por él mismo. Habla de que "el gobernador con sus caballeros, escogiendo para vivienda el lugar de La Laguna, situaron y señalaron el sitio que hoy tiene, con mucho cuidado que quedase tan bien puesta y sentada, así en calles, plazas, casas, iglesias y en lo demás, como hoy la vemos...

" Mucho pues, le debió La Laguna, en esa hora primera, al Adelantado don Alonso, que con todos sus defectos y errores, disculpables para aquel tiempo, supo tener una visión amplia del porvenir y del prestigio que había de alcanzar su ciudad en el progreso material y espiritual, dejando marcado, hasta hoy mismo, el sello peculiar de su voluntad y de su carácter. El ilustre historiador lagunero Rodríguez Moure reconoce que "a los 38 años de la conquista ya figuraba en el Archipiélago, por su mayor extensión, población y riqueza, preeminencia que debió en gran parte, no tanto a sus dones naturales y fertilidad de su suelo, cuando al talento organizador de su conquistador y al civismo de sus primeros ediles, los que entendían que la importancia de toda república está en proporción directa a su riqueza comunal, supieron preferir la utilidad pública a la privada..." dando con ello una lección permanente a los futuros gobernantes de la ciudad de los Adelantados. 

LA IMAGEN DE CRISTO

A todo ello hay que añadir la ayuda y protección que dispensó don Alonso a las órdenes más famosas y florecientes en la España del Siglo de Oro. Así, a los franciscanos que le acompañaron en la conquista dio terrenos para fundar un convento e iglesia, que pusieron bajo la advocación de San Miguel de las Victorias y donde don Alonso quiso levantar una capilla para reposar eternamente en ella y donde efectivamente descansó hasta ser más tarde trasladado a la Catedral de La Laguna. Mas la iglesia que mejor representa la ferviente religiosidad del Adelantado y de sus huestes es el magnífico templo de la Concepción, que fue empezado a construir en el momento mismo de la fundación de la ciudad, en un altozano que dominaba el hermoso valle de Aguere y su bella laguna, que espejeaba bajo el sol hasta bien entrado el siglo XVIII, entre los montes de San Diego y San Roque, vigías de la naciente villa. No es de extrañar que, como dice Rodríguez Moure, refiriéndose a toda la isla, "la rapidez de esta colonización y el crecimiento de las poblaciones no pasaron desapercibidos para las órdenes religiosas esta-blecidas en el archipiélago, lo que hizo que la prefirieran para su establecimiento, de tal forma que ya en 1532 contaba con tantas casas de religiosos como las otras seis islas hermanas juntas..." y siendo indudablemente la primera en manifestar este exponente religioso la villa de San Cristóbal de La Laguna, cosa que ha marcado la impronta de esta ciudad en las largas y altas tapias de sus conventos y en el número de sus hermosas iglesias, patrimonio que debe conservarse y destacarse como especial sello de nuestros grandes centros espirituales.

Centro, cara y cruz, de nuestra religiosidad es, sin duda, la imagen del Santísimo Cristo de La Laguna, que, en coro de Vírgenes madres, las de la Antigua de Fuerteventura, la del Pino de Gran Canaria, la de las Nieves de La Palma, la de la Candelaria de Tenerife, abre sus brazos protectores y compasivos a todos los hijos del archipiélago canario. Esa prodigiosa figura gótica, síntesis del misti-cismo y del realismo español del siglo XVI, siglo de poetas y de santos, siglo de misioneros y conquista-dores, también fue traída por el devoto y valiente Adelantado en 1520 para la capilla que habría de ser su mausoleo en San Miguel de las Victorias, más conocida y bautizada por el pueblo como de San Francisco. Aquí está todavía, entre nosotros, des-pués de 447 años, milagrosa, agonizante y eterna, salvada del fuego que devoró la primitiva capilla, en su trono resplandeciente, alzada ante la devoción de todos los laguneros y de todos los canarios. ¡Con qué emoción la contemplan y la adoran los poetas de la ciudad que la custodia!

Dentro de unos días la imagen sagrada volverá a la calle, entre rezos, sollozos y plegarias, entre redoblar de tambores y estallar de cohetes, y el pueblo lagunero, tal como lo canta el poeta Verdugo en su bello romance, lo paseará de nuevo por la vieja Laguna: 

¡Con qué fervor y silencio
va la gente tras la efigie
del clavado Nazareno
entre filas de alumbrantes
que avanzan a paso lento!

Esta religiosidad es la que ha hecho a la muy noble ciudad de San Cristóbal de La Laguna ser el centro místico y devoto del archipiélago durante mucho tiempo, como lo atestiguan esos muros venerables, y esas ermitas humildes que rodean la villa como un coro de ángeles que cantan en las esquilas y las espadañas madrugadoras: San Cristóbal, osario de héroes; San Roque, cimera silenciosa... 

De las florecientes órdenes religiosas que hemos mencionado habrían de salir las bases de los centros de enseñanza que constituyeron, paso a paso, a La Laguna en el primer centro cultural del archipiélago. Ya desde 1533 Carlos V, por real cédula, constituía la cátedra de Filosofía y Lógica a favor de los monjes dominicos, que habían trasladado su sede al actual seminario diocesano. Más tarde se añadió también la cátedra de Teología. Pero aún hubo de esperarse a la mitad del siglo XVII para que los agustinos, apoyados por su valedor y mecenas don Tomás de Nava Grimón, el marqués de Villanueva del Prado, desarrollaran eficazmente la enseñanza superior en La Laguna, dándole una altura hasta aquel momento no igualada. Pero fue el segundo marqués quien logró arrancar del Papa Clemente XI, en 1701, un Breve a favor de la crea-ción en el convento del "Santo Espíritu" de la pri-mera universidad canaria. Por aquella se otorgaba a los agustinos la facultad de dar grados mayores en Filosofía, Teología y Moral. Curiosas son las razones en que se basaban los valedores a favor de estos estudios: asaltos de piratas a las naves, cautiverio de estudiantes, la lejanía de Salamanca y Alcalá, pobreza de medios, etc. Pero un largo pleito entre las dos comunidades más competentes, dominicos y agustinos, impidió que estos estudios comenzaran hasta 1744, que no duraron mucho, pues fueron suprimidos por Fernando VI en 1747, coincidiendo con el establecimiento en Las Palmas del Seminario eclesiástico por estas fechas. Después de la propuesta del obispo don Antonio Tavira, que hizo una petición de reanudación de los estudios universitarios, pero sin especificar en dónde; al fin Carlos IV firmó una R. O. en 1792 creándolos en La Laguna, aunque tardaron en volver a comenzar unos veinte años más, en 1816, y se hizo en el edificio que había pertenecido a los jesuítas, en la calle de San Agustín, y donde estuvo la sede de la Universidad. 

Nuestra intención de enriquecer este trabajo con una selección de poemas vinculados a La Laguna y su vega, se ha visto frustrada por razones de espacio. Remitimos al lector interesado a nuestra reciente Antología de La Laguna, editada por la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife y el Ayuntamiento de San Cristóbal de La Laguna.

Queremos, no obstante, incluir tres textos dedicados a la ciudad de Aguere. El primero de ellos se debe a la pluma de la infatigable investigadora doña María Rosa Alonso, nuestra estimada amiga, y el segundo, a la de don Eliseo Izquierdo, experto conocedor del pasado de su ciudad. 

* * * 

LA LAGUNA. ARMONÍAS.

[FRAGMENTO]

La bella y fina prosa de José de Viera y Clavijo en el prólogo a su Diccionario Historia Natural, se acicala y perfila en un canto lírico de elogios a las excelencias naturales de las Islas; tierras de una tradición geográfica antiquísima y clásica, que se enreda en el hontanar incierto de los mitos, y de una historia moderna. En Canarias la verdadera esencia de su pasado, lo que le da una alcurnia blasonada por los siglos es su geografía. En contacto con la tierra y sus singulares especies pudo escribir Viera unas palabras llenas de recuerdos melancólicos de su amada "Europa culta" y serenas por el lenitivo del paisaje y la naturaleza: "De este estudio casto y delicioso de las maravillas del Criador: de este estudio que sólo puede contribuir a hacernos llevadera y aún feliz la soledad de nuestro archipiélago, y su distancia del espectáculo pomposo, pero frívolo, del que llaman gran mundo".

En este saudadoso menosprecio de corte y sosegada alabanza de prerromántico, Viera vive su tranquilo —¡sabe Dios si alguna vez agónico!— drama de soledad. Muchas veces, cuando miraba el lento pasear del solitario y ya vacilante Manuel Verdugo por el cinturón florido de la vega lagunera, llegué a pensar si la suavidad de esta sensual adormidera no fue la causa de que un hombre lleno de Italia y de París se quedara aquí desde su juventud, inmovilizado, eterno bebedor de licores, sí, pero de las aguas disciplinadas de "Le Parnase Contemporaine" también. 

Parece como si la pequeña y bellísima ciudad fuera una cajita encantada de armonías, un perfumado capullo de esencias que embriagan a los que llegan a aspirarlas, cercada por la corola viva y polícroma de la vega, a quien sirven de verdes sépalos las montañas circundantes. Atraído por la sencilla embriaguez quedó en ella prendido en las sombras de una fuente lagunera el capitán español, que sir-vió de simbólico escalón para el lejano ensueño de la infantina Dácil.

Desde aquellos días de alborada del mundo hispánico, La Laguna ha significado altura, serenidad y armonía. La uniformidad de su piso, la simetría moderna de sus calles, el encantado vergel de su vega, la sobriedad de sus palacios y casonas nacieron con ella misma en los días del orto español. Por eso el ingeniero Torriani nos dejó su plano en el siglo XVI, por orden de Felipe II, casi idéntico al que hoy tiene. A fines del siglo en que ella nació, el grandilocuente Cairasco de Figueroa, apasionado canario de la isla redonda, tuvo la gentileza de cantarla en rima "al mezzo" y describirla como es hoy:

ufana
de ser princesa llana, en firme asiento
con grato movimiento y rico adorno,
de montes en contorno rodeada,
de mieses coronada y de parrales,
lindas calles iguales y salidas
a su tiempo floridas, templos, casas...

María Rosa Alonso, 1952
("Papeles Tinerfeños", pp. 203-4)

* * *

LA LAGUNA, CIUDAD EXACTA

Acaso la historia de La Laguna como ciudad haya que hacerla arrancar de este importante hecho: el triunfo del proyecto urbanístico imaginado por Alonso Fernández de Lugo poco tiempo después de la pacificación de la isla.

Por entonces se alzaban ya las primeras edificaciones de la naciente villa de San Cristóbal; modestísimas casas pajizas, casi en su totalidad morada de los soldados que tomaron parte en la conquista y que no habían regresado a sus tierras. Para levantarlas habían hallado un lugar propicio, casi al borde de la laguna de Aguere, en un promontorio suave y a buen recaudo de las aguas. No tardaron en dibujarse sobre la virgen geografía las primeras callejas. Estrechas, pinas, torcidas. Todas llegaban hasta la ribera de la laguna. Aún hoy podemos descubrirlas: la calle de La Parra, la calle del Sol, la calle del Pozo; también, las calles de San José y de La Cordera. Callejuelas muertas, olvidadas de siempre, arrinconadas todas a la sombra de la torre de piedra negra de la Concepción, al amparo de cuyo templo nacieron. Calles minúsculas, recoletas, que la mayoría de las gentes ni conocen, porque quedaron arrincona-das, a trasmano de la que iba a ser, en poco tiempo, la ciudad primera de la isla. Entrañables calles del olvido, pobres y desamparadas, que aún hoy enseñan alguna que otra casucha de piedra seca y algún tapial que casi ocultan los geranios en flor.

EN EL CRUCE DE DOS SIGLOS

Apenas conquistado Tenerife, se constituye el primer Ayuntamiento o Cabildo, cuyas funciones se inician en 1497. El profesor Peraza de Ayala, al hablar del mismo, ha dicho: "El Consejo tinerfeño era realmente, en sus primeros tiempos, un organismo que disfrutó de cierta autonomía, y al que informaban los más amplios principios democráticos y liberales". Esta afirmación es más importante si se tiene en cuenta que fue el propio Consejo quien, sin duda por indicación del Adelantado, aprobó el plano de la futura ciudad, que se proyectaba desde la parroquia de Santa María la Mayor hasta las casas de Fernández de Lugo, con una clara orientación naciente-poniente, que prevaleció en el tiempo, planificada conforme al clásico patrón denominado "tablero de ajedrez", con sus calles o "carreras", y transversales, que hacen posible una ordenación urbana racional, regular y lógica, conforme ha señalado el historiador Ballesteros.

La Laguna, justo en el cruce de dos siglos, a punto de convertirse en ciudad, —la auténtica primera ciudad del Archipiélago—, ha de luchar y ganar la partida entre unas necesidades urgentes, cegadas a todo porvenir, que sólo buscan la solución inmediata, y un proyecto "imaginado", como un dardo disparado al futuro. 

Sólo así es posible justificar el rigor de las primeras Ordenanzas. En febrero de 1498, el Consejo imponía a todos los vecinos de la isla de Tenerife que tenían que edificar sus moradas en la villa de San Cristóbal, bajo pena de 600 maravedís si no lo hacían antes de quince días después de lanzado el primer pregón; mil doscientos maravedís de multa si dejaban pasar el segundo pregón; y la amenaza de que "saldrá de la tierra e perderá toda bien fechuría que hubiese fecho" todo aquél que dejara transcu-rrir, sin cumplirlo, el tercer y último pregón. 

LA CIUDAD ARQUETIPO

¿Cuándo comenzó, en efecto, el trazado de la nueva urbe? Sabemos que en 1500 se prohibía toda edificación en la llamada "villa de arriba", y se deter-minaba como límite para hacerlo el Hospital de Santi Spíritu —la recién desaparecida iglesia de San Agustín—, "hazia el lugar de abajo". Ha llegado el momento en que el Adelantado, y con él el Regimiento, que por lo general sigue su política y sus intenciones, dejan de apoyar el desarrollo de la villa de arriba y protegen la "expansión sur". Merced a tal decisión se produce, a nuestro parecer, un doble fenómeno: en primer lugar, la cristalización del proyecto "oficial" del Adelantado y del Consejo, con lo que La Laguna iba a ser, poco tiempo después, una ciudad arquetipo, capaz de ser tomada como modelo en más de una de las fundaciones americanas. En segundo término, el desarrollo a contrapelo de la "villa de arriba", que se ve favorecida por un factor esencial: ser obligado paso a la banda del Norte, cuya riqueza agrícola y ganadera fue siempre importante. 

Cuando en 1670 hace el cronista Núñez de la Peña su conocida recopilación de las Ordenanzas tinerfeñas, publicadas por primera vez por el Dr. Peraza de Ayala en 1935, La Laguna se encuentra en un momento de franco desarrollo. El Título VII de este curiosísimo cuerpo legal se refiere íntegramente al ornato de la ciudad, que "mucho ennoblece a los pueblos". Entre las normas hay una de especial interés, porque demuestra a las claras la asimilación plena del espíritu que presidió la fundación de la ciudad e hizo posible, al mantenerse a lo largo de los siglos, que La Laguna conservara intacta su fisonomía de ciudad cabalmente realizada desde un principio: "Otrosí, que ninguna persona sea osada de hazer pared que salga a la calle, aunque sea otra vez hecha, si no fuere cincelada y anivelada con las casas de los lados, de manera que la calle vaia derecha, sin hazer entrada ni salida a una parte ni a otra". 

COMO UNA SOGA TOLEDANA

Pero aquí no se detienen las normas. La ciudad ha de estar limpia, tranquila, bien cuidada, el ganado ha de abrevar fuera de sus calles, ya que ello "parece disminuir el authoridad de la ciudada". Tampoco se ha de "derramar agua limpia, ni sucia en la ciudad desde bentana, ni tejado", ni se quemará paja ni tamo, ni se harán eras cerca, pues el tamo, con el viento, "se lebanta, entra dentro del pueblo, e lo tiene muy sucio"; "ni se hagan pasados por encima de las calles, para pasar de una a otra"; y "ninguna persona labe, ni tienda paños en cualquiera de las plazas de esta ciudad, así por la desauthoridad del pueblo, como porque ensucian y ocupan las plazas"; y, finalmente, que "aya en esta ciudad dos mulada-res, donde los vecinos estantes y habitantes en ella, echen las inmundicias y basuras que sacan de sus casas y calles".

En el Título VIII vuelve a hablarse de que el "ornato de la isla, las calles i caminos es cosa que deve ser mui mirada, reparada y conservada", y se ordena que todos los caminos "sean tan anchos como una soga toledana". 

Página siguiente