Lorenzo Santana Rodríguez, investigador histórico

 4 agosto, 2010


Aquella fría mañana del Viernes Santo de 1588 los fieles se agolpaban junto a la puerta de la iglesia de San Francisco. Hombres y mujeres, laguneros de la ciudad y de sus alrededores, todos contemplaban la misma escena. El Señor de La Laguna, el crucificado que unos años antes había salido a recibir a la Virgen de Candelaria cuando ésta vino en rogativa a la ciudad, volvía a salir, pero esta vez le acompañaba la Soledad.

El cortejo de regidores que acompañaba a estas dos imágenes caminaba lentamente junto a ellas, escoltándolas con sus velas en las manos. Mientras caminaban por la calle del Agua en dirección de Santo Domingo, los fieles podían ver cómo esos hombres que regían la política insular afrontaban el frío de la madrugada; a la vez que aquellos evocaban en sus mentes como unos días antes habían acordado en el Cabildo que se comenzase a sacar estas dos imágenes en las madrugadas de los Viernes Santos.

Las monjas clarisas, las esposas pobres de Cristo, habían madrugado como de costumbre para las primeras oraciones del día, pero en ese Viernes Santo con una nueva ilusión, pues después de promover durante años el culto al Cristo de La Laguna podrían ver logrado uno de sus más preciados proyectos, una nueva procesión de Semana Santa con su preciado Crucifijo.

Aquello era una novedad en Tenerife, y no tardarían las demás localidades de la isla en seguir el ejemplo lagunero. No se trataba simplemente de hacer una procesión más en la Semana Santa, aparte de la del Mandato el Jueves Santo, porque su espíritu era muy distinto. La del Jueves era de disciplinantes, que practicaban públicamente la penitencia, mientras que la del Viernes, más acorde con las nuevas inquietudes espirituales, era para contemplar la Pasión y acompañar a sus protagonistas.

Esa era la finalidad de la Soledad, acompañar a su Hijo en aquellos momentos, y que los fieles compartieran “su soledad” en aquellas amargas horas.

En 1591 ya tenía la Soledad su propia cofradía, y al año siguiente ya volvía a salir en la tarde del Viernes Santo, en una segunda procesión, pero esta vez desde el convento de Santo Domingo. Su existencia quedó ya ligada a este convento, y en 1633, aunque seguía saliendo a la calle en el Viernes Santo ya no era con el Señor de La Laguna, sino con el Cristo Difunto, al que acompañaba hasta que era simbólicamente sepultado en el claustro del convento dominico.

En 1602 la cofradía de la Soledad estaba embarcada en la construcción de la capilla mayor de la iglesia del convento de Santo Domingo, para colocar allí su imagen titular, y efectivamente así se hizo. Allí estuvo la Virgen de la Soledad, hasta que cedió su puesto a la imagen del Rosario, pasando a la capilla del Cristo Difunto.

Este cambio de ubicación dentro del templo era coherente desde un punto de vista devocional, pues quienes acompañaban a la Soledad cada Viernes Santo eran los cofrades del Rosario, y eran ellos y los frailes dominicos los que daban vida a la cofradía de la Soledad. Por eso resultaba lógico que desearan tener en el lugar preferente de la capilla mayor a su titular, la Virgen del Rosario, mientras que la Soledad debía estar junto al Cristo Difunto, a quién acompañaba el Viernes Santo por la tarde.