D. Eliseo Izquierdo Pérez

DE NUEVO, SEPTIEMBRE Septiembre está de nuevo aquí. O quizás somos nosotros los que, una vez más, hemos logrado alcanzar la plenitud de septiembre, el privilegio impagable que nos tiene reservada siempre La Laguna, su misterioso sortilegio. Parafraseando a fray Luis, en septiembre el aire en La Laguna se serena y la viste de hermosura y claridad no usada. Ningún mes es tan lagunero como septiembre, ni la luz se filtra y purifica, dentro y fuera de la cuadrícula histórica de la ciudad, ni se ahíla y esplende tanto como en este mes de eclosiones y de clausuras, de principios y de finales, de comienzos y de acabamientos. Septiembre, para los laguneros, fue desde siempre la frontera natural de su vivir y de su sentir y el determinante y la cifra de los recuentos y de los encuentros. En La Laguna es proverbial aun, pues siempre fue así, que el tiempo y los afanes se midan conforme a parámetros peculiares, un calendario muy suyo, marcado por la costumbre inveterada de hacerlo o de dejarlo, si no todo casi todo, para antes o para después del Cristo. Porque septiembre y el Cristo han sido en el imaginario lagunero el alfa y el omega del reloj en punto de la tradición.

Y aquí está de nuevo septiembre. Y aquí está el Señor de La Laguna, como siempre, con los brazos abiertos, aguardando a cuantos deseen acercarse a Él. Como desde hace siglos. Sin que los vaivenes de la historia hayan quebrado a lo largo del medio milenio de fiel comunicación afectiva tan entrañable entendimiento, que va incluso más allá del hecho religioso en sí, pues su cauce se adentra en los profundos vericuetos misteriosos del sentir del pueblo; esa correspondencia, ingenua pero limpia, de las gentes a “los cariños de este Señor para con nosotros”, como de manera muy expresiva y gráfica atinó a definir tan sutil relación el padre José María Argibay en su Librito de 1867. Cariños de este Señor de La Laguna, prodigio del arte trascendido, sublimado milagro de una gubia maestra y de unos pinceles mágicos, que, para decirlo con palabras de Romano Guardini, han hecho perceptible en generaciones incontables de Fiestas del Santísimo Cristo 2016 19 creyentes la interioridad divina; el diálogo íntimo, para el cual nunca fue necesario movimiento alguno de labios para hablarnos y para hablarle a través de esta entrañable imagen, como canta la copla más hermosa del acervo popular lagunero. Suave cariño plácido de este Cristo, todo espiritualidad serena, que ampara a quienes lo han menester y no se cansa de esperar. Es bien sabido lo que siempre se ha dicho en La Laguna: hasta los ateos se acercan a contarle sus penas.

La que se ha consolidado, en el correr de los siglos, como la festividad principal del calendario áureo de San Cristóbal de La Laguna, la de mayor resonancia y popularidad, en la que se aúnan tradición bien consolidada, belleza, regocijo popular, fe y júbilo, fue en sus orígenes una fiesta humilde en las afueras de la población, una fiesta en descampado; como hubiese dicho Moure de manera impropia pero muy expresiva –como lo hizo al hablar de san Benito–, una fiesta de extramuros, una fiesta más allá del perímetro urbano de esta ciudad no amurallada, pues San Cristóbal de La Laguna nunca tuvo muros ni murallones o baluartes defensivos, ni los necesitó, porque fue concebida y trazada como ciudad abierta, como ciudad de paz.

Los frailes de San Francisco establecieron su convento lagunero y la iglesia donde recibió culto desde el principio la imagen del Santo Cristo, al final de la suave pendiente del cerro del Bronco, un lugar aislado entonces pero cercano al que el adelantado Fernández de Lugo y sus colaboradores habían elegido para fundar la ciudad que sería capital de la isla de Tenerife durante más de tres centurias. Pronto, la extensa huerta del cenobio franciscano tuvo como uno de sus linderos el único ejido que como tal hubo en Tenerife, confinante a su vez con la dehesa o pastizal de mayor extensión e importancia de las islas y una de las dos que se acotaron en La Laguna (la otra, de menor superficie, era la que se extendía desde Heneto o Geneto hacia el sur; de ahí que una amplia área siga denominándose Los Baldíos), lo que da idea cabal de la importancia de la comarca de Aguere como zona agrícola y ganadera muy potente desde los comienzos de la historia insular.

El profesor Núñez Pestano, buen conocedor de esta faceta de nuestra historia agropecuaria, asegura que, a diferencia de las demás dehesas de Tenerife (valle de La Orotava, Icod de los Vinos, Buenavista), en las que dehesa y ejido se solapaban y confundían en sus funciones y usos como bienes de aprovechamiento comunal, en la de la vega de Aguere se delimitó el terreno necesario para ejido, aunque éste no se destinó, como era lo normal, a campo del común cercano a la ciudad para reunir el ganado y emplazar las eras de la trilla, sino que se reservó únicamente para caballos de silla.

Arrancaba este ejido de las inmediaciones del Tanque Grande y se extendía por el espacioso llano que ahora ocupa, en parte, el Parque de la Vega, en la margen izquierda del camino de las Peras hacia la carretera de Tejina mirando a Las Mercedes, hasta el camino de la Cancela, que por ese costado lo cerraba mediante una empalizada con una puerta; o sea, con una cancela, para la entrada y salida de los caballos; de ahí su denominación. Este camino de la Cancela es el único testimonio que perdura del desaparecido ejido lagunero. Por un mal entendido afán modernizador, ahora se denomina calle de la Cancela. Como diría Panduro: ¡qué falta de ignorancia! Con lo apropiado y bien sonante que sería, aunque esté ya urbanizado, seguir denominándolo camino de la Cancela, igual que se mantienen, felizmente, los de Las Mercedes, el Bronco, la Ruda, del Medio, Madre del Agua, Margallo, Tornero y tantos más que dan fe de la importancia que tuvo siempre en La Laguna la actividad agrícola y pecuaria, de la que este viejo viario, con su nomenclatura tan ajustada y tan abierta, como una gran rosa de los vientos, continúa siendo su mejor vocero. En 1821, el ejido de La Laguna fue enajenado por el municipio para, con los dineros obtenidos, construir, en 1822, la fachada actual de las casas consistoriales, una de las obras arquitectónicas de más puro sabor neoclásico y de las de mayor valía e interés de cuantas realizó el arquitecto Juan Nepomuceno Verdugo Da-Pelo con la colaboración de los maestros de obra Diego Hernández Crespo y Domingo Afonso Herrera.

Por el borde de este ejido, colindante casi con la laguna de aguas estacionales que dio nombre a la ciudad, discurría la procesión con la imagen del Cristo cada catorce de septiembre, a lo largo del siglo XVI y primeros años del XVII. Era una procesión en despoblado, en pleno campo, por las trochas abiertas para el paso de los rebaños, las caballerías y carruajes dedicados a las faenas agrícolas, en un paisaje que es fácil imaginarnos en su soberbia grandeza vegetal.

Todo porque la del Cristo no era una procesión parroquial sino conventual, limitada a la circunscripción propia de los frailes. Los franciscanos, como las otras comunidades de regulares, disfrutaban de cierta autonomía para celebrar actos públicos de culto, pero no dentro de las jurisdicciones parroquiales, salvo que los responsables de éstas lo permitieran, y es bien conocido que sus rectores y beneficiados, e incluso los propios parroquianos, fueron durante siglos defensores celosos, y en ocasiones hasta beligerantes, de los derechos, prerrogativas y privilegios que entendían eran de su exclusividad.

La devoción al Crucificado lagunero no parece haber comenzado tan tempranamente como algunos historiadores y cronistas han creído. Por Lorenzo Santana sabemos que la primera rogativa pública que se le hizo fue en 1576, medio siglo largo después de estar la imagen expuesta al culto, y la primera misa votiva, más tarde aun, en 1582. En otros templos de la ciudad había también imágenes de Cristo, más cercanas, ante las que rezar, suplicar, o dar gracias los fieles, e incluso pasear en procesión. En 1532, la efigie del Crucificado que se sacó en acción de gracias por la victoria del emperador sobre el turco fue la de la cofradía de la Sangre de Cristo del convento del Espíritu Santo. En la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción se le empezó a dar culto especial desde muy pronto al Cristo de la Antigua, también conocido como Cristo del Rescate o Cristo del Buen Viaje, que presidía el templo matriz de la isla, colocado en la viga maestra de la capilla mayor. De fecha un tanto posterior es el bellísimo Crucificado de los Remedios. Y no olvidemos la impresionante talla del Cristo difunto de los dominicos. Todos ellos componen, con varios más, la espléndida galería cristológica que atesora San Cristóbal de La Laguna, sin duda la más importante de Canarias.

Recordemos también que no fue hasta el año 1607 cuando el Cabildo de la isla acordó contribuir con fondos del erario insular a la celebración de la fiesta del 14 de septiembre, y que hasta 1642 no acudió en corporación, mientras sí asistía desde años atrás a las de los santos abogados o patronos elegidos por el pueblo o por el propio cabildo para que intercedieran por ellos ante la providencia divina, cuando las sequías, vendavales, lluvias, plagas o epidemias hacían su aparición en la isla. Si nos fiamos de los documentos, del Cristo de San Francisco, o de Santa Clara, como también se le conoció, las gentes empezaron a acordarse y a implorar sus favores cuando ya habían transcurrido más de tres cuartas partes del siglo XVI, sin que sepamos, al menos hasta hoy, cuándo empezó a ser llevado en procesión. En su soledoso retiro del convento, la imagen del Cristo de San Francisco fue ganándose pacientemente el corazón de las gentes.

En los primeros años del siglo XVII había crecido muchísimo la devoción y era enorme la afluencia de fieles el día de su fiesta, cuando el Cristo era sacado “con otras ymágenes e insignias y Cruz del Convento y cera de la Cofradía” (la Esclavitud aun no se había fundado), para hacer el recorrido siguiente: “saliendo por la puerta de la Iglesia, da una vuelta hacia la ciudad por el egido (sic), sin entrar en la dicha çiudad”; procesión que llegó un momento en que era ya imposible por aquel itinerario “con la decençia que conviene”, “por ser el espacio poco y la gente mucha”.

La ajustada descripción no deja lugar a dudas: la procesión anual de nuestro Cristo seguía siendo a principios del XVII una procesión en pleno campo, pero con “gran concurso” de devotos, tantos que la cofradía decidió edificar junto al convento una hospedería de veinte metros de largo por ocho de ancho, para albergue de los peregrinos.

Dicen las crónicas que como “no se podía entrar (con la procesión) en la çiudad ni andar por sus calles” sin el consentimiento expreso de los beneficiados de las dos parroquias laguneras, la de la Concepción y la de los Remedios, fueron los propios frailes los que dieron los pasos necesarios para lograr un acuerdo que lo permitiera.

Todo da a entender que no resultaron fáciles y sencillas las conversaciones, trufadas sin duda de debates prolijos. Había que conciliar intereses, sentimientos, pretensiones, deseos contrapuestos y mucho más. Lo refleja el acta de la concordia alcanzada el 12 de septiembre del mencionado año 1607: en la firma del documento, ante el escribano público Lope de Mesa, intervinieron ni más ni menos que treinta personas, entre franciscanos (dieciocho en total, todos ellos frailes profesos), seis clérigos seculares con un comisario del Santo Oficio entre ellos, cuatro doctores y cuatro licenciados en cánones y en sagrada teología y tres testigos cuidadosamente elegidos: un capitán de las milicias, un mercader y un labrador.

La concordia, finalmente, se logró en estos términos: los beneficiados, y no los frailes, celebrarían el día catorce la misa mayor en el convento y luego presidirían la procesión, por el siguiente recorrido: se dirigiría “por la calle de Juan de Mesa (¿Tabares de Cala?) a dar a la calle Real (o de San Agustín), y por ella abajo hasta la calle del Pino (hoy, Viana), entrando por una puerta en la iglesia de Sancta Clara, y saliendo por otra (···), y de allí se vendrán al convento”.

Los firmantes alcanzaron el acuerdo apoyados en la “grandísima” devoción a “la sacratísima imagen del santo Crucifixo” en todas las islas, pero especialmente en la de Tenerife, a lo que se unía, dice el texto, las muchas mercedes recibidas “por su causa” de Dios Nuestro Señor, “cuya figura representa”. Un siglo después de que hubiese llegado a la isla de Tenerife, la imagen del Cristo iba a recorrer procesionalmente por fin las calles de San Cristóbal de La Laguna.

He querido glosar de manera breve esta página de la historia insular, de la que es valioso testimonio el documento de la concordia que se conserva en el Archivo histórico provincial y es conocido, al menos desde Moure acá, porque entiendo que contiene las claves del origen y la trascendencia de las fiestas mayores de nuestra ciudad. Hará ahora cuatrocientos ocho años, el 14 de septiembre de 1607, dos días después de la firma de la concordia, la imagen del Santísimo Cristo era paseada por vez primera por las calles de San Cristóbal de La Laguna, no es menester decir que entre el fervor y el entusiasmo de vecinos y peregrinos, que seguro que se disputaban el honor de cargarlo, de llevarlo sobre sus hombros.

Ese día histórico de 1607 pudieron por fin darse el primer abrazo La Laguna y su Cristo, el Cristo y su ciudad. Ese día se manifestó en plenitud una querencia que no ha cesado desde entonces. Ese día comenzó a ser reconocido e invocado como Señor de La Laguna, como Cristo de La Laguna. La etapa anterior, la de la fiesta que tenía como marco el desaparecido ejido lagunero, fue el preludio, la hermosa obertura que daría paso a unas celebraciones anuales, consolidadas en el transcurso del tiempo por una tradición más de cuatro veces centenaria.

Vigor de la fe y persistencia de la tradición que han terminado por convertir las fiestas del Santísimo Cristo de La Laguna en una de las expresiones más acendradas y firmes de nuestro patrimonio cultural. En palabras de los profesores Krista de Jonge y Luc Verpoest, las fiestas laguneras de septiembre son, como lo es esta imagen incomparable de Cristo, parte sustancial de nuestro “ADN histórico”, de la estructura espiritual de la ciudad; un patrimonio robusto pero también frágil, que como laguneros tenemos el deber moral y la responsabilidad cívica de preservar, conservar y mantener, fiel a sus esencias, a su razón de ser, más allá de ideologías, de posicionamientos individuales o colectivos, de grupos o tendencias, de sensibilidades personales o de credos, lo que no supone renunciar por ello, todo lo contrario, a que estas fiestas nuestras continúen enriqueciéndose y evolucionando, como hasta ahora, al ritmo saludable de costumbres y usos sociales nuevos y dignos; el renovado cántico de la historia tejiendo el lienzo del tiempo y sus costuras.

Música de La Laguna, alborozada a veces, triste otras, acompañante fiel en el caminar de la ciudad. Lagrimeante música de los aleros en los inviernos florecidos. Encendida música de los atardeceres, bruñendo el oro de las torres, las cúpulas y los tejados cenicientos. Música popular, sagrada, clásica, campesina. Música que a la hora en punto que marca el reloj de la tradición ha comenzado a sonar, Fiestas del Santísimo Cristo 2016 25 como cada año cuando llega septiembre, esparcida como una gran bandada de pájaros azules, desde la espadaña de San Miguel de las Victorias. También hoy. Al escucharla, sentí en el alma un gran alivio. Como desde hace siglos, ellas, las campanas del santuario, se han adelantado para pregonar que ya de nuevo septiembre está aquí, que están aquí las fiestas mayores de nuestra ciudad, las de nuestro Cristo, el Cristo de La Laguna. Me confortó haber escuchado una vez más su pregón inconfundible, el de quienes más y mejor saben pregonar. Yo solo he sido esta noche, parafraseando ahora el verso de Maccanti, no más que el eco del eco de su sonoro resplandor.